Jesse Lerner

Cuerpos sin almas, almas sin cuerpos


Zora Neal Hurston, Mules and Men (1936) y Tell My Horse: Voodoo and Life in Haiti and Jamaica (1939). Respectivamente editados por Kegan, Paul, Trench, Trubner and Co., Londres, y J. P. Lippincott Company, Filadela. Photo: KADIST.



En su autobiografía, la escritora y etnóloga Zora Neale Hurston (1891-1960) afirma que “la más grande emoción” de su agitada vida, fue encontrarse “cara a cara con una zombi, y fotografiarla”, la primera fotografía de ese tipo, o al menos eso presume Hurston.[1] En su famosa etnografía Tell My Horse: Voodoo and Life in Haiti and Jamaica [Dile a mi caballo: el vudú y la vida en Haití y Jamaica] (1939), Hurston ofrece una discusión más exhaustiva de los zombis. Ahí, señala que varios de los casos eran de zombis que fueron sometidos a prácticas laborales inhumanas y explotadoras: uno era una “bestia de carga”, a otro se le obligaba a “trabajar los campos de plátano sin cesar, trabajando como bestia, desnudo como bestia y encogido como bestia en un cuchitril inmundo durante las pocas horas que le eran dadas para descansar y comer”.[2] Si bien es sorprendente que Hurston nunca haya hecho la conexión entre los abusos que sufrieron los vivos y las condición agitada de los muertos, sí hace énfasis en las dificultades que estos individuos experimentaban de forma póstuma. Tal vez sus inclinaciones políticas conservadoras evitaron que explorara más a fondo estos paralelismos.

Este retrato, que se dice es la primera fotografía publicada de un zombi haitiano, fue entregado a la revista LIFE por la autora Zora Neale Hurston e incluída en el número del 13 de diciembre de 1937. Fuente: anomalyinfo.com

Durante la primera ocupación estadounidense de Haití (1915–1934), un sinnúmero de norteamericanos, tanto civiles como militares, escribieron crónicas en inglés acerca de la isla y de las creencias locales. Anteriores a las de Hurston, estas crónicas circularon a nivel masivo, y como era de esperarse, eran amarillistas, condescendientes, racistas e inexactas. Más de una tocó el tema de los zombies. “Ciertamente, los hombres-lobo, los vampiros y los demonios no eran novedad”, escribió el autor ocultista William B. Seabrook (1884-1945) en La isla mágica (1929), “pero recuerdo la mención de una criatura que parecía ser exclusiva de Haití: el zombi”. Como Hurston, Seabrook hace un paralelo entre el fenómeno zombi y las prácticas de explotación laboral, aunque explora estas similitudes de forma muy superficial: explica que el cadáver con frecuencia se convierte en “un sirviente o un esclavo, a veces para la comisión de algún crimen, pero más comúnmente como un trabajador en la finca al que se le dan tareas pesadas y aburridas y al que se golpea como bestia si afloja”.[3] Si bien los académicos e intelectuales especializados de la época —desde Jean Price-Mars a Melville Herskovits— desecharon de forma unánime las tácticas amarillistas y la total falta de rigor de Seabrook,[4] la obra sirvió de inspiración para una película de ficción, White Zombie [Zombi blanco, o La legión de los hombres sin alma] (Victor Halperin, 1932), con Béla Lugosi interpretando el papel del amo del zombi. Como lo sugiere su título, la demográfica de la isla no se representó de forma fidedigna en la adaptación, —hoy diríamos que fue whitewashed o blanqueada—, y el escaso contenido con valor antropológico que pudiera haber tenido la obra de Seabrook, se perdió a costa de un sensacionalismo aún peor para la pantalla. A pesar de estas críticas, la película fue un éxito taquillero y dio lugar a una secuela, Revolt of the Zombies [La revuelta de los zombis] (Halperin, 1936) y a un género entero cuya extinción, casi un siglo después, no se ve próxima.

Si bien es cierto que Hurston, Price-Mars, Herskovits, Katherine Dunham y otros, reconocieron un vínculo con varias prácticas religiosas del África occidental,[5] la particularidad cultural del fenómeno zombi es menos relevante para nosotros que su trasfondo sociopolítico —precisamente aquello que Hurston, Seabrook y Halperin evitaron tratar—. Alrededor del mundo y en los más diversos contextos culturales podemos encontrar fábulas, películas, novelas y cuentos populares sobre los muertos vivientes —más precisamente, aquellos que murieron de manera injusta o en circunstancias horribles—, transformados en fantasmas vengativos o almas inquietas, buscando la justicia que se les negó en vida.

Al final del maravilloso drama del cine mudo J’accuse [Yo acuso] (1919) de Abel Gance, los muertos de la Gran Guerra se levantan de los campos de batalla europeos y persiguen justamente a los vivos por sus acciones inmorales. En la película Dawn of the Dead [El amanecer de los muertos] (George A. Romero, 1978), un enorme centro comercial en Pennsylvania es asediado no por clientes, sino por zombis con la intención de castigar el templo del culto al capitalismo más cercano. El público queda con la impresión de que regresaron a infligir un brutal castigo (que claramente son incapaces de articular) por el daño que dicho sistema económico ha causado al mundo, evidenciado por la desigualdad y el racismo que vemos en las escenas anteriores del proyecto de vivienda social. Cuando regresan los muertos, ¿regresan sólo para aterrorizar a los vivos, o como parte de una cruzada social?

Al final del maravilloso drama del cine mudo J’accuse [Yo acuso] (1919) de Abel Gance, los muertos de la Gran Guerra se levantan de los campos de batalla europeos y persiguen justamente a los vivos por sus acciones inmorales. Fuente.

Después de más de una década en el exilio, el célebre intelectual chileno Ariel Dorfman (nacido en 1942) volvió a su país por primera vez desde el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973. En un breve ensayo en el que reflexiona sobre su cambiada patria, recuerda las leyendas del Imbunche, un niño capturado y esclavizado por brujas quienes, para asegurar la servidumbre eterna de su cautivo, le rompen los huesos, lo decapitan, lo descuartizan, y lo vuelven a ensamblar, entre otras torturas. La dictadura del General Augusto Pinochet (1973-1990), nos dice Dorfman, convirtió a cada chileno en un imbunche, alguien que no sabe y no puede saber “si mañana su cuerpo estará fracturado”.[6] ¿Podemos entonces, (acaso ignorando inmensas diferencias históricas y culturales) tomar esta figura —no sólo la del muerto viviente genérico, ni tampoco exclusivamente la del zombi haitiano, sino la de los muertos vivientes de los genocidios coloniales, de las dictaduras homicidas de Latinoamérica, de la violencia de la llamada “Guerra contra el narcotráfico”— como un punto de partida válido en una discusión de los legados de estas historias de violencia? O, como lo cuestiona el antropólogo Michael Taussig en el contexto del boom del caucho en el sur de Colombia[7] “¿Será posible que, tal como la imagen tan profundamente inscrita en la memoria de alguien afectado por la violencia, los fantasmas o los vientos malignos de una sociedad entera suprimida por la conquista española, permanezcan como almas inquietas y rencorosas, vagando por la tierra para siempre?”[7] ¿Qué ganamos al pensar en el zombi, no como un personaje de las películas de terror, de la TV nocturna y de la ficción popular, sino como alegoría del inquieto más-allá en el que existen las víctimas de siglos de opresión colonial y neo-colonial? Y de ser así, ¿qué artistas y autores, más allá de Gance, Rivera, Taussig y Dunham, han creado obras que nos ayuden a dilucidar estas cuestiones?

Si pensamos alegóricamente en estos zombis, cadáveres vivientes carentes de alma o espíritu, como inquietas víctimas de siglos de injusticias —incluyendo, entre otros episodios, la conquista y colonización de las Américas y el genocidio que supuso, el imperialismo, el desarrollo de industrias extractivas (la minería, el petróleo, el algodón en Estados Unidos, el caucho en Colombia, el sisal en Yucatán, etc), el comercio transatlántico de esclavos, el autoritarismo de incontables regímenes post-independencia— podemos identificar la inversa también: espíritus que se quedan sin cuerpo.

Desierto de Atacama, Chile, 2019. Foto: KADIST.

En el magistral ensayo cinematográfico de Patricio Guzmán, Nostalgia por la luz (2010), nos acercamos a los parientes de los desaparecidos, quienes buscan sus restos en el desierto de Atacama, sabiendo que probablemente fueron torturados y asesinados por la policía o el ejército de la dictadura de Pinochet. Sin un funeral, un cadáver o un entierro, las familias de los desaparecidos nunca alcanzan una verdadera sensación de cierre; sus parientes permanecen, como presencia ausente de manera indefinida. Estos espíritus sin cuerpo son un motivo inquietante y recurrente en buena parte del arte sudamericano del último medio siglo: el Siluetazo (concebido por Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel, 1983), en donde se pintaron siluetas de los desaparecidos en los muros de espacios públicos en Buenos Aires; los bultos sangrientos o “situaciones” de Artur Barrio, Situação T/T 1 y DEFL…Situação…+S+ …Ruas… (1970), que se repartieron de forma anónima en espacios públicos durante el punto álgido de la dictadura en Brasil (1964–1985); la bandera chilena hecha de fémures humanos (Arturo Duclos, Sin título, 1995). En México, el ensayo fotográfico (2004) y la instalación de video (2005) de Maya Goded sobre las desaparecidas de Ciudad Juárez; la documentación (2005) llevada a cabo por Mayra Martell de los carteles de personas desaparecidas en la misma ciudad; mucho del trabajo de Noé Martínez (en exhibición en KADIST San Francisco); las minuciosas miniaturas de Niños perdidos (2005–2009) de Ilán Lieberman; el cortometraje de Annalisa D. Quagliata Se busca (un mar de ausencia) (2016), todas son obras que exploran el espacio que hay entre la dolorosa ausencia y la permanente presencia de los desaparecidos. Estos desaparecidos, víctimas de feminicidio, de dictaduras, del crimen organizado y de la trata de personas, comparten características con los zombis de Hurston, o lo que ella llamó “cuerpos sin alma”.[9] Todos forman parte de los legados de la violencia, de episodios de crueldad tan extrema que van más allá de las instancias particulares y de las circunstancias específicas. Aunque sus cuerpos estén perdidos, sus almas siguen embrujando a los vivos, a sus seres más cercanos y queridos.

Para nuestra sorpresa y con un lenguaje cinematográfico mucho más convencional que el de Quagliata o el de Gance, The Serpent and the Rainbow [La serpiente y el arcoiris] (Wes Craven, 1988) vincula explícitamente el fenómeno del zombi haitiano con la represión del Estado. Superficialmente, la película no parece ser más que un descendiente directo de White Zombie: una película de terror —del director de las taquilleras A Nightmare on Elm Street [Pesadilla en la calle Elm] (1984) y Scream [Scream: Grita antes de morir] (1996)— basada en otra crónica bestseller de un hombre blanco en Haití, aunque con mejores efectos especiales y maquillaje. En The Serpent and the Rainbow, una compañía farmacéutica convence a un estudiante de etnobotánica de Harvard de ayudarles a comercializar las propiedades psicoactivas de las plantas nativas que producen zombis. Situada durante la dictadura de Jean-Claude “Baby Doc” Duvalier, la investigación del protagonista se interrumpe (y, en buena medida, la trama progresa) por las intervenciones de los Tonton Macoute, el grupo terrorista de Estado de la familia Duvalier. Mientras que el libro de Seabrook y las películas de Halperin nos hablan muy poco sobre las condiciones laborales, la servidumbre por deuda y otras formas modernas de la esclavitud; la película de Craven destaca por, cuando menos, sugerir el posible contexto socio-político. Libre de los clichés de las películas hollywoodenses de bajo presupuesto, Lugar de consuelo (Naufus Ramírez-Figueroa, 2020) es el registro de un performance basado en las travesuras de los “no-muertos”. Usando máscaras, disfraces absurdos, movimientos exagerados, y diálogos resonantes pero disparatados, la obra nos habla de violencia sexual, de los legados de la Colonia, de la complicidad de la Iglesia católica, y de un sinnúmero de pesadillas post-traumáticas con sabor colonial; todo de forma ambigua y sumamente inquietante.

Jesse Lerner, El Egipto americano/The American Egypt, 2001. 16mm, 25:39 minutos. Foto: Jesse Lerner. Cortesía del artista.


Mi propio documental de 2001, El Egipto americano/The American Egypt, inicia con un estudio de la producción de henequén en la península de Yucatán, México, durante finales del siglo XIX e inicios del XX, vista como un microcosmos y un modelo que nos ayuda a explorar las historias interconectadas del neo-colonialismo, la política racial y las operaciones de extracción del capitalismo global en una de sus versiones más abusivas. La segunda mitad de la película corresponde a la llegada tardía de la Revolución Mexicana a la península, y las formas radicales que tomó ahí —sobre todo la vertiente anticlerical y feminista que dialogaba con sus contrapartes soviéticas—, muy distintas de la Revolución como sucedió en el Valle de México, la región central del país. Como preludio, las primeras escenas de la película, presentadas en esta exposición, ponen en contexto este radical experimento social y político esbozando  las condiciones laborales explotativas del boom henequenero, que inmediatamente antecedió a la Revolución. El documental echa mano de fuentes primarias, tanto cinematográficas como periodísticas, así como de elementos anacrónicos, fragmentos de noticias, filmes educativos, y pietaje original de 35mm y 16mm. Sumado, este material conecta una historia regional, a una narrativa mayor, hemisférica. Las voces narrativas juntas tejen extractos de periódicos locales, del libro Barbarous Mexico [México bárbaro] (1910) del periodista progresista americano John Kenneth Turner, del libro Ki: el drama de un pueblo y una planta (1956) del antropólogo Fernando Benítez, y de la crónica de viaje prerrevolucionaria que le dio su nombre al documental, The American Egypt: A Record of Travel in Yucatán [El Egipto americano: Testimonio de un viaje a Yucatán] (1909), de los ingleses Channing Arnold y Frederick J. Tabor Frost. Estos elementos muestran un mundo que, a primera vista, nos parece alejado del que habitaban los esclavos haitianos bajo el régimen francés, o de los trabajadores rurales haitianos luchando por ganarse la vida mucho después del arresto, encarcelamiento y muerte de Toussaint Louverture. En Yucatán, la fuerza de trabajo de esta industria agrícola inmensamente rentable era una mezcla de acasillados (trabajadores de planta cuya vivienda se deducía de su salario, siempre bajo términos que favorecían a su empleador); prisioneros de guerra, resultado de la campaña genocida contra los Yaqui en Sonora;[10] enganchados (trabajadores por contrato) del centro de México, y otras variaciones del peonaje por deudas. Aunque en apariencia no estuvieran esclavizados, muchos de los que visitaron una plantación de henequén en la época notaron la similitud, si no es que la equivalencia, entre este esquema laboral y la esclavitud propiamente como se dio en el sur de Estados Unidos antes de la Guerra Civil. Turner escribe, por ejemplo: “La esclavitud es la propiedad del cuerpo de un hombre, una propiedad tan absoluta que no se puede transferir a otro, una propiedad tan absoluta que le concede al propietario el derecho de tomar los productos de ese cuerpo, de hambrearlo, castigarlo a voluntad, matarlo con impunidad. Tal es la esclavitud en el sentido más extremo. Tal es la esclavitud como la encontré en Yucatán”.[11] Y aún antes de la industria henequenera, los prisioneros de guerra mayas capturados durante la Guerra de Castas de Yucatán fueron vendidos a dueños de plantaciones en Cuba como propiedad humana.[12]

Jesse Lerner, El Egipto americano/The American Egypt, 2001. 16mm, 25:39 minutos. Foto: Jesse Lerner. Cortesía del artista


Sin perder de vista ninguna de las particularidades históricas y culturales, la película sugiere paralelos entre las condiciones de los trabajadores de la industria del henequén hace más de un siglo y aquellas de otros trabajadores en industrias extractivas en el hemisferio. En un pasaje de Ki, Benítez explora las similitudes entre el impacto social que la industria del henequén tuvo en la península y aquel de la cosecha del caucho en Brasil, del plátano en Guatemala (con una referencia sutil al golpe de 1954), del petróleo en Venezuela, del cobre y del guano en Chile, y de la hojalata en Bolivia.[13] En cada uno de estos casos, la riqueza natural —mineral, vegetal, fósil, o de otro tipo— no significó prosperidad y ni siquiera un mínimo bienestar o seguridad económica en la mayor parte de la nación de la que se extrajo. En su lugar, recibieron formas diversas de esclavitud, peonaje, servidumbre por deudas. Extrapolando al presente, sentaron las bases para la llamada gig economy (empleo esporádico de muy corto plazo), el outsourcing (subcontratación), los call centers y otras formas contemporáneas de explotación. La tesis de Benítez es especialmente pertinente al contexto de Estados Unidos, un país que tan frecuentemente ha jugado un papel de intervencionismo, extracción, e imperialismo en estas historias, y un país con su propia historia de esclavitud y agricultura extractiva, minería desastrosa para el ambiente, entre otras. A medida que Estados Unidos comienza a hacer una verdadera evaluación de su legado de racismo y esclavitud, los anales de estas prácticas laborales opresivas, tanto a nivel doméstico como en su rol en la historia de tantos países latinoamericanos, son temas de estudio y reflexión. Los fantasmas que pueblan esta exposición —zombis, cuerpos sin alma, espíritus sin sosiego de los desaparecidos— no han sido callados ni olvidados. En las obras que se muestran, nos exigen que hagamos un examen amplio y a fondo del colonialismo, la conquista europea de las américas, la esclavitud, y otros incidentes terribles de la historia del continente.
  

[1] Zora Neale Hurston, Dust Tracks on a Road: An Autobiography  (Filadelfia: J. J. Lippincott, 1971 [1942]), 205.

[2] Zora Neale Hurston, Tell My Horse: Voodoo and Life in Haiti and Jamaica (Nueva York: Harper & Row, 1990 [1938]), 181–182.

[3] William B. Seabrook, The Magic Island (Nueva York: Literary Guild, 1929), 93. Otras crónicas de Haití que fueron populares en esta época fueron Black Haiti de Blair Niles (1926), The White King of La Gonave (1931) de Faustin Wirkus y Taney Dudley , Black Bagdad: The Arabian Nights Adventures of a Marine Captain in Haiti (1933) de John Houston Craige, y Voodoo Fire in Haiti (1935) de Richard A. Loederer.

[4] Melville Herskovits, “Lo, the Poor Haitian,” The Nation, 128, no. 3319 (1929), 198. En su reseña para The Nation, Herskovits atacó el libro The Magic Island de William B. Seabrook llamándolo una “explotación sensacionalista.”

[5] Katherine Dunham escribe: “Es posible que los relatos y reportes de muertos vueltos a la vida tengan influencia o sean herencias directas de África”, en referencia a las menciones que hace Herskovitz de “seres sin alma” entre los Dahomey; Island Possessed (Garden City: Doubleday, 1969), 185.

[6] Ariel Dorfman, “A Rural Chilean Legend Come True”, New York Times (18 de febrero, 1985), sección A, 17.

[7] El caucho en el sur de Colombia es el trasfondo de la novela La Vorágine (1924) del poeta y escritor colombiano José Eustasio Rivera (1888–1928).

[8] Michael Taussig, Shamanism, Colonialism, and the Wild Man: A Study in Terror and Healing (Chicago: University of Chicago Press, 1987), 372.

[9] Hurston, Tell My Horse: Voodoo and Life in Haiti and Jamaica,179.

[10] Evelyn Hu-DeHart, Yaqui Resistance and Survival: The Struggle for Land and Autonomy, 1821–1910 (Madison: University of Wisconsin Press, 1984), 183–196.

[11]  John Kenneth Turner, Barbarous Mexico (Chicago: Charles H. Kerr, 1910), 16.

[12] Javier Rodríguez Piña, Guerra de castas: La venta de indios mayas a Cuba, 1848–1861 (Ciudad de México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990). Ver también: Nelson Reed, The Caste War of Yucatán (Stanford: Stanford University Press, 1964), 128–129.

[13] Fernando Benítez, Ki: El drama de un pueblo y de una planta (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1956), 46.